DELITOS QUE NO PRESCRIBEN

 

Han pasado 46 años y las noticias de la actualidad hacen verídico lo que cuento en mi libro. La iglesia sigue con sus malas prácticas y sigue disfrutando de una incomprensible y escandalosa impunidad. Mientras, las víctimas tragan porque el miedo y la vergüenza son sus principales valedores.

«También trabé amistad con adultos, entre ellos algunos curas muy paternalistas, padrinos protectores o grandes hermanos que me iban a controlar y a cuidar. Ejercían una especie de custodia espiritual supuestamente encaminada a enseñarme, educarme, moldearme y formarme.

Estos grandes hermanos estaban bien preparados para conseguir adeptos a la causa y tenían dotes naturales para ello. La palabra amistad era el gancho. Y su mejor arma: el chantaje emocional, que, según la definición genérica, es «una práctica habitual de maltrato psicológico que denota debilidad e inseguridad en quien lo practica y servidumbre en quien lo padece. La imposición se lleva a cabo utilizando los sentimientos como arma. La negación a aceptar las exigencias del otro se califica de traición a la amistad o el cariño».

 

Contaba yo entonces con 14 años. Era, por tanto, moldeable, manipulable, ingenuo, crédulo, cándido. Sin una personalidad forjada, sin un carácter definido, alegre pero muy inhibido. En resumen, la víctima idónea para que algunos adultos hicieran conmigo lo que les diera la gana. Como quiera que notara la movida a pesar de mi inocencia, surgieron las primeras protestas. No quería seguir aquel camino que me habían trazado. Como decimos por Canarias, ‘no me gustaba el andar de la perrita’.

Me ilusionaba un cambio en mi vida, como ir al instituto, estudiar con gente de mi edad, hacer amigos y amigas, ir al cine, a la playa, a fiestas, a bailar… Me imaginaba integrado en una pandilla y haciendo las locuras propias de la edad, pero hete aquí que al «rebelde» había que cortarle el rollito y las alas. Me estaba desparramando y alguien tenía que inyectarme, esta vez por vía intravenosa-cerebral, la gracia divina.

Estos adultos protectores se desenvolvían (y alguno queda) en los ambientes eclesiásticos y sociales como peces en el agua. Estaban provistos de unas dotes naturales para conseguir lo que se propusieran, ya fueran motivos personales o los de la empresa a la que estaban prestando sus servicios. Su modus operandi viene de lejos a lo largo de historia de la Iglesia oficial.

Pero hasta para eso, y desde siempre, la Iglesia católica busca las pertinentes excusas y suaviza los términos para esconder realidades como las de los abusos sexuales, que coquetean y copulan con el delito, a pesar de lo cual la institución eclesial tiene una facilidad espectacular para hacer que el culpable sea considerado víctima y la víctima sea el culpable. Me refiero al tipo de relaciones que surgen en nombre de la amistad. Actualmente han salido a la luz multitud de casos de pederastia en la Iglesia católica, que con total impunidad no condena dichas amistades, sino que las ha ocultado y las oculta. Cuando se hacen públicas, intentan justificar sus acciones, como hizo el obispo de Chiapas (México), Felipe Arizmendi, en el año 2010: «La liberalidad sexual del mundo en general ha disminuido las fuerzas morales con las que tratamos de educar a los jóvenes en los seminarios. Ante tanta invasión de erotismo no es fácil mantenerse fiel tanto en el celibato como en el respeto a los niños».

 

Ahora bien, cuando el delito se produce fuera de sus muros es otro cantar, y entonces atacan para justificarse. Los representantes de la Iglesia tienen una auténtica habilidad para darle la vuelta a la tortilla y llegan a argumentar que son los niños y adolescentes los que «desean» esa amistad y la procuran.

Me reafirmo una y otra vez en lo que digo porque es prácticamente imposible que un niño o niña de 14 años, sano, sin prejuicios, educado y travieso esté capacitado, en nombre de la amistad, para pervertir a un adulto, ya sea cura o laico.