23 DE ABRIL (RECORDANDO A MI PADRE)


Parece un día normal. Un lunes cualquiera, sin embargo el 23 de abril de cualquier año es especial para mucha gente por lo que se celebra.
Particularmente, me vienen a la memoria las palabras sabias de mi padre y su ejemplo vivo cuando me inculcaba, sin imposiciones, una de sus pasiones: leer.
A partir de los siete años, su cantinela diaria era una especie de alarma: ¿Has leído algo hoy? Si le respondía con una negativa, a continuación me lanzaba una sentencia a modo de recordatorio: Diez minutos, Jose, diez minutos al día. No te pido más. Sabía que si llevaba a rajatabla la sugerencia, y con el tiempo, aquel intervalo insignificante podría ocuparme gran parte del día o de la noche.
Siendo ya mayor, cierto día cayó en mis manos un auténtico bodrio de lectura: pesada, densa y aburrida. Le comenté que lo iba a tirar a la basura y sin pensárselo, me arrebató el libro y me dijo muy serio: un libro, cualquier libro, ni se tira a la basura, ni se rompe ni se quema. Un libro, cualquier libro, se guarda en una estantería o en una caja, se regala o, llegado el caso, se vende a alguna persona, organismo o institución que lo pueda apreciar. Un libro es como un amigo, que te enseña y te reprende. Te hace ser mejor persona (aunque haya influencer con millones de seguidores que digan que no). Esta gente, de verdad, me la suda. Un libro es como un arma pacífica que, si lo sabes utilizar, puede cambiar el mundo. Y me soltaba frases y más frases sobre la importancia que tenía la lectura. Solo le desobedecí una vez, cuando cumplí los 23 años: destrocé en mil pedazos y estampé contra la pared, el Código de Derecho Canónico. Aquello fue fruto de mi ardor juvenil y lo consideré una excepción. Así y todo me quedé más a gusto que un pato en un estanque.
Una de las frases que me repetía y que me llamó poderosamente la atención, fue: aquel que lee, tiene derecho a la palabra (se entiende que oral o escrita).